18 de mayo de 2010

La fuente de la eterna juventud







Caminaba entre las islas de productos de belleza en una tienda departamental, dirigiéndome hacia la salida, cuando una hábil vendedora de sueños me interceptó abruptamente. Con mirada penetrante, me cuestionó acerca de mi régimen de cuidado facial. “Agua, jabón y protector solar”, respondí titubeando inocentemente. “¿No utiliza ningún producto anti-edad?” – me preguntó la señorita con cara de asombro y ojos desorbitados. 

Inmediatamente corrió a traerme un folleto informativo y me mostró un pequeño tarro lleno de grandes promesas. La publicidad decía: “A menos que tengas prisa por aparentar tus años, te presentamos la primer crema desaceleradora de edad”. El nombrecito me recordó los inventos del Dr. Chunga, demasiado bueno para ser cierto.

Persuasivamente la vendedora me dijo que al comprar la crema me regalaría un montón de cosméticos y una coqueta bolsita para guardarlos; y bueno, confieso que la compré. No creo en los productos milagro, así que realmente no tenía grandes expectativas; aún así, me apliqué la crema esa misma noche. A la mañana siguiente ¡oh sorpresa! La crema sí me devolvió mi cutis de quinceañera. Amanecí con un inconfundible brote de juventud en mi rostro: barros y espinillas. ¡Vaya fuente de juventud eterna!

12 de mayo de 2010

A través de sus ojos



Ya casi ha transcurrido una década desde que me enteré que me convertiría en mamá. Un torbellino de emociones me invadió: sorpresa, alegría, temor, ilusión; todo entremezclado. Entonces imaginaba qué clase de madre sería; por supuesto, pensaba que sería la madre perfecta y la realidad dista mucho de eso; al menos hago mi mejor esfuerzo. También recuerdo que entonces pensaba en todas las cosas que yo les iba a enseñar: a caminar, a hablar, a leer, a andar en bicicleta; lo que nunca imaginé es lo que ellas iban a enseñarme a mí. Paradójico, pero mis hijas han sido unas de mis grandes maestras de la vida. Cada día aprendemos algo juntas. Ser mamá es algo que definitivamente me ha hecho crecer y madurar; mis hijas son el motor que me impulsa a tratar de ser una mejor persona. Gracias a ellas he redescubierto el mundo, mirando a través de sus ojos.

28 de abril de 2010

Equipaje


Me encanta viajar; sin embargo, hay una parte que detesto: empacar; más ahora que lo hago por cuatro. Esa manía de cargar hasta el perico… por si hace frío, por si hace calor, por si llueve, por si me duele la cabeza o me resfrío; y así se va llenando la maleta de cosas, de las cuales sólo ocupo la mitad. En mi próximo viaje he decidido cargar sólo lo indispensable. Dejaré espacio en mi equipaje para traer de regreso sólo buenos recuerdos.

Igual pasa en la vida, la travesía más larga y emocionante. ¿Cuántas cosas cargo que realmente no necesito? ¿Qué estoy dejando fuera porque ya no hay más espacio? Mi bagaje emocional es el más pesado de todos, va conmigo a donde quiera que voy. Vaciaré la maleta, aligeraré la carga, para llenarla sólo de cosas buenas. Quiero viajar ligero, vivir ligero.

21 de abril de 2010

Perspectiva



Galería fotográfica de Francisca Rivera http://frivera.ojodigital.net

Recuerdo con claridad la emoción que me causaba viajar en avión cuando era niña; deseaba fervientemente sentarme junto a la ventanilla, lo cual consideraba un verdadero privilegio. Con el paso de los años, viajar en avión se transformó para mí (como para muchos) en una pesadilla del mundo postmoderno. 

Varios factores me orillaron a decir adiós al asiento de ventanilla; inicialmente fue mi claustrofobia, esa horrible sensación de estar atrapada entre una pared y un desconocido; después fue la vejiga hiperactiva, secuela de mis embarazos, lo que me obligó a preferir el asiento de pasillo; y finalmente, dos pares de ojitos desorbitados, iguales a los míos hace 30 años, me hicieron ceder definitivamente el privilegio a mis hijas.

Hace unos días viajé sola, lo cual no había hecho en los últimos 10 años. El avión estaba a la mitad de su capacidad y mi fila de asientos estaba vacía, así que me mudé de mi asiento asignado de pasillo a uno de ventanilla. 

Al despegar, reviví la emoción que sentía de niña y observé cómo todo se empequeñecía ante mis ojos, hasta parecer una maqueta con casas, árboles, calles y cochecitos de juguete que se movían. Después observé la ciudad entera y vi las nubes desfilar por debajo; le dije adiós a las montañas, que vistas desde tierra parecen inmensas e imponentes y al mirarlas desde el cielo se veían como pequeños pliegues y los lagos como charquitos. 

En ese instante pensé en lo diminuta que soy y que mis “grandes” problemas adquieren esa dimensión si los veo desde abajo; así cualquier situación puede parecer agobiante y abrumadora. Cerré mis ojos y observé mi propia vida desde arriba, para tratar de darle la justa dimensión a mis problemas. Entonces me invadió un sentimiento de paz y recordé que yo elijo cómo quiero ver las cosas.  

Vistos así, en perspectiva, descubrí que mis problemas no son tan grandes, ni tan urgentes, ni tan importantes; los puse en la palma de mi mano, me despedí de ellos y decidí guardarlos en un costalito; estiré fuertemente la jareta para que no se escapara ninguno y los puse en el bolsillo de mi pantalón. Ahí se quedaron por unos días, esperándome... y el mundo siguió dando vueltas.

15 de abril de 2010

Las cicatrices del alma




"¿Quieres ser feliz un instante? Véngate. ¿Quieres ser feliz toda la vida? Perdona".  - Henri Lacordaire


Una pequeña ofensa puede compararse con una herida superficial; ésta sana y se regenera pronto, casi sin dejar rastro. Pero las heridas profundas tardan en sanar; a veces se infectan y generan pus, como el mismo resentimiento nos carcome el alma cuando no perdonamos. Para sanar, la herida tiene que supurar; la piel se regenera y al final queda una cicatriz. Son esas marcas las que nos recuerdan el dolor que sufrimos; lo que aprendimos de ese dolor es lo que nos hace crecer. Perdonar no es olvidar, es recordar sin dolor.