Caminaba entre las islas de productos de belleza en una tienda departamental, dirigiéndome hacia la salida, cuando una hábil vendedora de sueños me interceptó abruptamente. Con mirada penetrante, me cuestionó acerca de mi régimen de cuidado facial. “Agua, jabón y protector solar”, respondí titubeando inocentemente. “¿No utiliza ningún producto anti-edad?” – me preguntó la señorita con cara de asombro y ojos desorbitados.
Inmediatamente corrió a traerme un folleto informativo y me mostró un pequeño tarro lleno de grandes promesas. La publicidad decía: “A menos que tengas prisa por aparentar tus años, te presentamos la primer crema desaceleradora de edad”. El nombrecito me recordó los inventos del Dr. Chunga, demasiado bueno para ser cierto.
Persuasivamente la vendedora me dijo que al comprar la crema me regalaría un montón de cosméticos y una coqueta bolsita para guardarlos; y bueno, confieso que la compré. No creo en los productos milagro, así que realmente no tenía grandes expectativas; aún así, me apliqué la crema esa misma noche. A la mañana siguiente ¡oh sorpresa! La crema sí me devolvió mi cutis de quinceañera. Amanecí con un inconfundible brote de juventud en mi rostro: barros y espinillas. ¡Vaya fuente de juventud eterna!